jueves, 24 de abril de 2008

OBALDA

Matías se acomodó en una silla; colocó el montón de hojas sobre la mesa y tomando la pluma intentó escribir. Tras unos segundos de silencio desistió de su propósito. ¿Para qué escribir esa historia; para qué contarle al mundo lo ocurrido si sabía que nadie lo creería?

Escuchó el sonido del viento allá afuera; los cristales de las ventanas temblaban una y otra vez, anunciando la llegada de la que sería una noche de insomnio para él. Una vez más intentó emprender la tarea que se había propuesto, acomodó las hojas y empezó a escribir mientras el viento despojaba de sus últimos ropajes a los árboles.

Hace días que no llueve en el pueblo; el acontecimiento ha mantenido demasiado alteradas a las mujeres, acostumbradas a repetir una y otra vez historias de gente viviendo entre la humedad y la tristeza que se le pegan a uno al cuerpo, como una especie de moho, a consecuencia de la lluvia que no ha cesado de caer en ocho años, hasta la mañana de este martes.

El silencio se hizo a las siete de la mañana; cuando los hombres salían de sus casas para dirigirse al trabajo notaron que el cielo se encontraba demasiado claro y que el rumor de la lluvia golpeando contra la tierra ya no estaba. Sus ojos acostumbrados a la penumbra que los nubarrones se empeñaban en perpetuar, fueron repentinamente invadidos por una luz que casi habían olvidado: el sol surgiendo tras las nubes. Ninguno de ellos dijo nada. Continuaron su camino, bordeando los arroyos formados en las calles, sin mirar atrás, pensando en que a esa hora, en otro lugar lejano la lluvia empezaba a caer.

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