domingo, 10 de junio de 2007

Noches de vida

Noches de vida
por Fernanda Solórzano
I

El recién llegado era casi perfecto. En palabras de Ciro, ³lo mejor que hemos visto en mucho tiempo². Su piel, tersa y morena, no se afeaba con la luz verdosa y nada favorecedora para la mayoría. El cabello era rizado y muy negro, y contrastaba con el azul profundo de los ojos que, por descuido de alguien, permanecían muy abiertos. La nariz, la boca y las orejas (a las cuales Ciro concedía mucha importancia) armonizaban entre sí y aumentaban la simetría de la cara, dando por irónico resultado una expresión de vitalidad. Una vez que pudo apartar la mirada del rostro, Ciro decidió examinar el cuerpo. Era igualmente bello. A pesar de la posición horizontal, se apreciaba una perfecta definición muscular, y el hecho de que no hubieran golpes ni heridas (como en la mayoría de los casos) le permitiría apreciarlo en su forma original, indescriptiblemente hermosa. Había apenas un defecto, prácticamente imperceptible: el color morado de los labios. ³Lástima -pensó Ciro-, es el único problema que ocasiona la asfixia.²

II

Hasta el momento, Ciro consideraba que su puesto como encargado de la morgue de un pequeño sanatorio era el más adecuado a sus necesidades. Por una parte, trabajaba solo, lo que le evitaba el tener que dar explicaciones (de cualquier tipo). Por otra, el horario nocturno era ideal para actuar sin interrupciones (Ciro odiaba ser interrumpido). A lo largo de su vida, había desempeñado diferentes oficios dentro del mismo círculo, y ninguno le satisfacía tanto como este. Había trabajado en agencias funerarias (como encargado del vestuario y maquillaje de los cuerpos), pero el tiempo de trabajo era muy reducido: nunca había logrado establecer verdaderas relaciones con sus clientes. En épocas anteriores, como voluntario de un equipo de rescate, tenía la pésima suerte de encontrar supervivientes. Incluso logró colocarse como fotógrafo del servicio forense, pero el requisito de guardar distancia con los cuerpos no hizo más que aumentar su frustración. De cualquier manera, acumuló experiencia y descubrió sus aptitudes. Cuando llegó el momento de trabajar en el sanatorio, todas sus facultades se habían desarrollado, y sus sentidos se encontraban más receptivos que nunca.
* * *
Para Ciro, el placer más intenso provenía del contacto con la piel, un contacto completamente diferente al cotidiano, y que rara vez lograba establecer con seres vivos. En su muy particular experiencia tactil, Ciro descubría la verdadera textura del cuerpo humano. Sabía que, al disfrutar de un cuerpo privado de vida, era imposible confundir el goce sensorial con cualquier tipo de sentimentalismo que, en su caso, era generalmente ilusorio y por lo tanto destructivo. Por la misma razón, el sexo del cadáver era irrelevante e independiente de las posibilidades exploratorias que ofrecía. Ciro, como nadie, reconocía las diferentes sensaciones que ofrece la piel dependiendo de su ubicación en el cuerpo, diferencias imperceptibles para todo aquel que no se detiene a degustarlas. Para Ciro, el placer era clasificable de acuerdo al canal sensorial que estimulaba, de esta manera existían el placer afelpado (propio de mejillas, pecho y vientre), el placer húmedo (exclusivo de los labios), y el placer sedoso (ofrecido por el cabello), entre otros. Por supuesto, también intervenía el goce visual, los diversos tonos de piel, de cabello y de ojos le despertaban diferentes emociones: los colores claros le producían un estado de ánimo sereno, de contemplación; los tonos más intensos le inyectaban energía y aceleraban su pulso. Por otra parte, el saberse completamente dueño de aquella mina de estímulos y sensaciones, sin tener que fingir ningún tipo de consideración o que inventar promesas que finalmente nadie sostenía, le daba la oportunidad de observarse a sí mismo, los cambios que experimentaba durante el proceso y la forma en que su propio cuerpo respondía a ellos.
La exploración del cuerpo humano, considerándolo como fin y no como medio o instrumento, absorbía a Ciro durante horas enteras. Sin embargo, ésta era apenas una etapa de la experiencia total. Aún faltaba la mejor parte, la que iniciaba una vez que los sentidos se habían saturado. Esta consistía en la contemplación minuciosa del rostro congelado en la expresión capturada al momento de morir. Para Ciro, saber que los demás lo consideraban un ³rostro sin vida², representaba una prueba más de la misma ignorancia que los llevaba a desaprovechar el aspecto sensorial de la muerte. En este caso, Ciro sostenía que la expresión de un cadáver reflejaba la esencia de la vida mejor que ninguna otra. En su opiniïn, los seres vivos dedicaban su existencia a imitar gestos y expresiones ajenas; éstas, que a su vez habían sido aprendidas, tenían como objeto principal ocultar las verdaderas emociones. En los pocos momentos en los que el hombre manifiesta sus pasiones naturales, aquellas que carecen de connotación moral, ¿quién logra retener su imagen?, o más aún ¿quién se preocupa por hacerlo? El amor, el odio, el deseo, el dolor o la ira en su más pura manifestación, son tan difíciles de capturar como imposibles de imitar si no se experimentan verdaderamente. Y aun suponiendo que esto fuera posible, no hay quien desee la vulnerabilidad. El juego de los vivos consiste en evitarla por todos los medios posibles. Pero, en el caso de un cadáver... ¿qué puede ser oculto? No se trataba únicamente de la desnudez de la expresión, sino de lo significativo que resultaba el hecho de haberse dado en el momento de la muerte. A Ciro le apasionaba la idea de reconstruir la vida del cadáver a partir de su expresión, la cuál, según él, reflejaba su verdadero temperamento y, por lo tanto, sus relaciones con el mundo que había dejado atrás. De acuerdo a esta teoría, llevaba un cuaderno de notas bajo el título de Fisonomía del temperamento. En él registraba todos los rasgos que aparecían en cada cadáver. Después observaba cuáles se repetían con más frecuencia y los agrupaba bajo diversas categorías. Finalmente, relacionaba los diversos grupos con el tipo de temperamento al que, en su opinión, pertenecían. Prefería no tomar en cuenta las causas del fallecimiento (excepto en casos de suicidio, cuando sus conjeturas eran más detalladas), y confiaba únicamente en su intuición. Si fallaba, no tenía la menor importancia. De cualquier modo, nadie conocía aquel cuaderno, y su único objetivo era guardar un recuerdo de todos aquellos, hombres, y mujeres, con quienes había compartido momentos felices. Generalmente, la conclusión de sus notas coincidía con los primeros rayos del sol, apenas sugeridos a través de la diminuta ventana de la morgue. En ese momento, Ciro cubría el cadáver con la inconfundible sábana blanca y se preparaba para salir. Antes de cruzar la puerta (y esto se repetía cada mañana), volvía sobre sus pasos y retiraba la tela del rostro de su compañero nocturno. Lo contemplaba extasiado y se inclinaba lentamente sobre él. Con gran delicadeza, besaba sus labios por última vez.

III

Sí. El recién llegado era casi perfecto. Cabello, ojos, manos, boca. En pocas horas comenzarían a aparecer pequeños moretones (³...es el único problema que ocasionaba la asfixia²) que mancharían la magnífica piel morena, todavía tersa y muy firme. Ciro hizo un esfuerzo y apartó la vista para despedir a los camilleros. Miró hacia afuera, se despidió de todos y cerró la puerta. ³Los moretones -pensó-, ya no tardan.² Decidió no perder más tiempo. Era el momento de iniciar su trabajo.

Derechos Reservados. Copyright, Péndulo 1995. México.

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