jueves, 11 de octubre de 2007

«Hoy he presenciado lo siguiente...»






Así comienza «The Cleft» , la última novela de la premiada que la editorial Lumen publicará el próximo año. La Razón publica el arranque del primer capítulo






Hoy he presenciado lo siguiente:
Cuando los carros llegan de la granja al acabar el verano, cargados con el vino, las aceitunas, las frutas, se respira un ambiente festivo en la casa y yo me sumo a él. Desde mis ventanas observo atento, como los esclavos de la casa, la llegada de los bueyes cuando doblan el camino, aguzo el oído para escuchar el chirrido del carro. Hoy los bueyes tenían los ojos desorbitados y estaban inquietos a causa de la ruidosa congestión en la carretera hacia el oeste. Su blancura había embermejado, casi como la túnica del esclavo Marcus, y su pelaje estaba cubierto de polvo. Las chicas, expectantes, han salido corriendo hacia el carro, no solo por todos los deliciosos productos que se disponían a colocar en la despensa, sino por Marcus, quien en el último año se ha convertido en un joven bello. Su garganta acumulaba demasiado polvo para permitirle devolver los saludos, y se precipitó al surtidor, agarró el cántaro que había allí y bebió ―y bebió―, se volcó agua sobre la cabeza, de donde surgió, tras esta libación, un montón de rizos negros, y lo soltó apresuradamente sobre los azulejos, donde se hizo añicos. En ese momento, Lolla, a cuya madre compró mi padre durante un viaje a Sicilia, una chica de carácter explosivo, se abalanzó sobre Marcus espetándole reproches y acusaciones. Él le gritó a su vez, defendiéndose. Los otros sirvientes ya estaban descargando las jarras de vino y aceite y la vendimia, negra y dorada, y era una escena concurrida, bulliciosa. Los bueyes comenzaron a mugir y entonces, con aire de ostentosa impaciencia, Lolla tomó un segundo cántaro y lo sumergió en el agua y corrió con él hacia los bueyes, donde llenó los pilones, que ya estaban casi vacíos. Era responsabilidad de Marcus asegurarse de que los bueyes tuvieran agua tan pronto como llegaran. Agacharon sus enormes cabezas y bebieron, mientras Lolla se volvía de nuevo contra Marcus, regañándolo y con aspecto enojado. Marcus era el hijo de un sirviente de la casa de la hacienda, y estos dos se conocían de toda la vida. A veces, él había trabajado aquí, en nuestra casa de la ciudad, a veces ella había ido a pasar el verano a la casa de la hacienda. Lolla era conocida por su genio, y si Marcus no hubiera estado sofocado y sediento después del largo y pesado viaje, probablemente se habría reído de ella, habría calmado su arrebato de impaciencia. Pero estos dos ya no eran niños: bastaba con verlos juntos para percatarse de que el enfado de ella, la hosquedad de él, no eran tan solo el resultado de una tarde acalorada.
Se acercó a los bueyes, evitando la sacudida de los enormes cuernos, y empezó a calmarlos. Los liberó de los yugos y los condujo bajo la sombra de la gran higuera, donde colgó las cinchas sobre una rama. Por alguna razón, la ternura de Marcus hacia los bueyes irritó a Lolla todavía más. Se quedó quieta, mirando, mientras las otras chicas pasaban delante de ella trajinando los productos del carro, y sus mejillas estaban de color escarlata y sus ojos acusaban y reprobaban al chico. Él no le hizo caso alguno. Caminó frente a ella como si no estuviera allí, hasta la terraza, donde cogió otra túnica de su fardo y, después de sacarse la túnica polvorienta, se roció con agua otra vez y, sin secarse ―el calor lo haría en un momento― se puso la limpia.
Lolla parecía más tranquila. Apoyaba la mano en la pared de la terraza, y ahora estaba arrepentida, o a punto de estarlo. De nuevo hizo caso omiso de ella, pero se quedó al fondo de la terraza, mirando fijamente los bueyes, sus bultos. “Marcus…”, dijo ella en su tono de voz habitual, y él se encogió de hombros, despreciándola. En ese momento la última de las tinajas y la fruta ya estaban dentro. Se encontraban los dos solos en la terraza. “Marcus”, repitió Lolla, esta vez melosa. Volvió la cabeza para mirarla, y a mí no me habría gustado recibir esa mirada. Desdeñosa, enojada; muy lejos de la complacencia que ella estaba esperando. Se dirigió a la verja para cerrarla, y se alejó de ambas. Las dependencias de los esclavos se encontraban al final del jardín. Tomó su fardo y echó a andar, decidido, hacia donde iba a pasar esa noche. “Marcus”, suplicó. Parecía a punto de romper a llorar. Estaba por entrar en las dependencias masculinas, dio con él cuando ya desaparecía tras la puerta.
No tuve necesidad de observar más. Sabía que ella encontraría un pretexto para quedarse a esperarlo en el patio ―tal vez acariciando y mimando a los bueyes, dándoles higos, o simulando la atención que tanto requerían. Estaría aguardándolo. Sabía que él pretendía salir con el resto de los chicos en busca de diversión nocturna; no visitaba a menudo esta casa en plena Roma. Pero también sabía que estos dos pasarían la noche juntos, sin importar lo que él prefiriera.
Esta breve escena, a mis ojos, resume una verdad sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
Con frecuencia, al percibir algo como una revelación mientras observaba la vida de la casa, me sentía impelido a ir a la habitación donde guardaba ese inmenso grueso de información sobre el que se supone que estaba trabajando. Ahora ya hacía años que la tenía. Otros antes de mí habían declarado su intención de interpretarla.
¿Qué era? Un montón de material acumulado durante siglos, en su origen una historia oral, una parte de la cual se transcribió tiempo después, con el propósito de ocuparse del más temprano de nuestros testimonios, las gentes de nuestra tierra.
Era un material voluminoso y renuente que había derrotado a más de un historiador esperanzado, y no solo por su dificultad, sino por su naturaleza. Cualquiera que trabaje sobre él debe saber que si algún día llegara a dotarlo de una forma que pudiera recibir un nombre, y presentarlo como un producto de erudición, este sería atacado, retado, y tal vez calificado de espurio.
No soy una persona que disfrute las riñas entre intelectuales. El tipo de hombre que soy no tiene ninguna importancia en este debate; ya se ha discutido si debía permitirse la existencia de esta fábula más allá de las polvorientas estanterías donde siempre se ha conservado. “La Raja” ―no fui yo quien escogió el título― se consideró tan subversivo que en varias ocasiones quedó relegado junto a otros documentos “estrictamente confidenciales”.
Como he dicho, la historia que estoy relatando se basa en documentos antiguos, que a su vez se basan en testimonios orales aún anteriores. Algunos de los acontecimientos que se presentan resultan desabridos y pueden llegar a disgustar a cierta gente. Puse a prueba una selección de fragmentos de la crónica con mi hermana Marcella y se escandalizó. No se podía creer que hubiera mujeres decentes que fueran crueles con los preciosos bebés varones. Mi hermana siempre está dispuesta a atribuirse los más delicados de los atributos femeninos ―un rasgo nada insólito, creo yo. Pero tal y como le recordé, a quien la haya visto gritando con fervor cuando la sangre manaba en la palestra, no resulta nada fácil convencerlo de la escrupulosidad femenina. Aquellos que deseen evitar que su sensibilidad se vea herida, deberían empezar la historia en la página 29.
Esto que sigue no es el primer fragmento que tenemos de la historia, pero resulta informativo y por eso lo coloco en primer lugar.


Doris LESSING

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