Allá afuera llueve. He apagado el televisor para poder escucharte a la distancia; para recuperar el sonido de tu voz escondido entre la lluvia. Escucho en otro cuarto la conversación de mi hermano, o eso supongo. Teclas y más teclas golpeando, haciéndose escuchar igual que estas que te escriben hoy.
Allá afuera es invierno; el mismo invierno que se ha instalado en mi pecho y me hace toser cada cinco minutos en un ciclo perfecto que no acaba. He puesto música de Paganini; el silencio; los truenos; tu ausencia; todo me asusta; quiero mantenerme lejos, en ese estado en el que nada importa y la realidad desaparece.
He pensado en ser un zombie, alguien me dijo que los zombies no sienten. ¿Cómo van a sentir si están muertos? He pensado que es imposible saber si después de muertos somos incapaces de sentir, ¿quién sabe si la percepción en lugar de desaparecer no se exacerba, quién sabe si de alguna manera, ya muertos no podemos percibir el macro y microcosmos de una manera más intensa? Pero en lo que mi teoría es comprobada me veré obligada a desechar la idea de ser un zombie más.
He descubierto, o mejor dicho, redescubierto, que Paganini me gusta y que Bach me hace sentir esperanza, sólo hace falta escuchar Cello Suite No.1 –Prelude, para entender que en algún lugar de este universo existe el equilibrio, la belleza y la bondad. No sé mucho de música clásica, pero no puedo evitar escucharla con un néofito embeleso.
Es curioso, quería venir e iniciar una historia, quizá el inicio de un relato, o la introducción de una novela, pero me ha salido esto, un trozo de mi persona, un fragmento de este zombie que algunas veces soy. Me voy, no apagaré la música, sólo cambiaré de hoja.
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