miércoles, 7 de marzo de 2007

DE REGRESO EN MACONDO...


Tenía 10 años - quizá menos, porque poseía la "extraña" costumbre de leer libros de grados superiores al mío- cuando por primera vez leí algo sobre Macondo y José Arcadio Buendía, en mi libro de Lecturas del sexto grado. Hasta entonces no había conocido a García Márquez, a Gabo. Mis ojos aún no se habían posado sobre Macondo; ni mis labios habían conversado con los Buendía; ni mis sueños se habían enredado con los de esa estirpe. En esa época aún no sabía lo que Cien años de soledad pueden hacerle a todo un pueblo; a una familia; a un lector que apenas empieza a conocer el mundo.

No sabía quién era Gabo: pero el texto de la página 61: "La casa de José Arcadio Buendía", era mi favorito. La casa, descrita en ese texto, se convirtió en la casa de mis sueños infantiles; con esas jaulas llenas de aves; pérdida en un paraíso escondido. Siempre imaginé a esa casa como el lugar perfecto para esconderse del mundo; el sitio idóneo para escapar cuando todo estuviera en mi contra; el lugar a dónde iría para nunca volver.


Y allá voy, de regreso a Macondo; para no volver quizá; para buscarme en un sitio donde jamás me perdí; para encontrarme al fin...



La casa de José Arcadio Buendía.


"Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros."

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