Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Jaime Sabines
- Me estoy muriendo de amor- dijo mirándome fijamente a los ojos mientras las lágrimas bajaban en un abundante manantial por sus rostro.
- El amor no es una enfermedad, si acaso un mal innecesario- le dije con ironía- la olvidarás.
Me miró como si yo fuese e un ser extraño venido de un lugar lejano sólo para menospreciar sus sentimientos.
- Cuando asistas a mi funeral te darás cuenta de que es cierto, la muerte me ronda cada vez que mis ojos se pierden en las comisuras de sus labios.
- Nataniel, estás loco, entiéndelo, la gente no se muere de amor.
Hacía frío, la medianoche caía inhóspita entre las calles, la plaza desierta había adquirido bajo la luz lunar un toque de melancólica soledad. Parado frente a él me di cuenta de que realmente sufría; sin embargo no estaba de acuerdo con su teoría exagerada acerca de la muerte y el amor. Me había pasado una y otra vez, la desilusión se había apoderado de mis noches muchas veces y seguí respirando, en ocasiones muy a pesar mío.
-Vamonos - le dije- me estoy congelando y no hay nada que hacer.
-¿Sabes qué es un amor imposible, Rogelio?
-Vamos, no sigas con tus cosas.
- ¡Responde!- dijo entre sollozos.
- Pues, supongo que un amor imposible es aquel que jamás podrá ocurrir, aquel que jamás será nuestro- Contesté malhumorado.
- Exacto, con un amor imposible perdemos un año de nuestras vidas cada vez que miramos a esa persona que jamás será nuestra, y te juro, Rogelio que si me la sigo topando tarde o temprano me voy a morir.
No respondí. Su extravagante manera de ver los sentimientos empezaba a desesperarme. Así había sido siempre. El primer recuerdo de nuestra amistad era un Nataniel golpeándome por haber dicho que mis padres se odiaban.
“¡No tienes derecho a pensar que conoces los sentimientos de los demás!
Muchas veces durante los quince años de amistad que teníamos lo había escuchado decir que esperaba a la mujer que lo hiciera entrar por primera vez a la vida. Ni en los tiempos de juventud, burdeles y amores fugaces conseguí que se interesara en alguien. Me preocupaba la soledad en la que a veces se encerraba. Semanas enteras enclaustrado en su cuarto, noches en vela escribiendo las frases más cursis para esa, la mujer que no llegaba. Curiosamente Nataniel había padecido una silenciosa y pálida muerte: La muerte de aquellos que pasan los días esperando un espejismo que nunca llegará.
- Va a ser perfecta, cuando la tenga frente a mí sabré que es ella. Su sola mirada valdrá todo el tiempo de esperas y desvelos- Me decía una y otra vez. Yo, sólo lo veía, unas veces con burla, he de admitirlo, otras con lástima. “Un tipo cómo él no encaja en este mundo, si no sé da cuenta de cómo es en realidad la vida yo no sé que será de él” Pensaba al verlo garabatear palabras y más palabras, mientras suspiraba bajo la quietud de las madrugadas.
Al fin, una noche de septiembre vi como su expresión taciturna se transformaba al verla entrar a la habitación. Era Mercedes, una mujer hermosa sin duda, poseedora de una sonrisa de encanto y una personalidad arrobadora. Probablemente yo también me hubiese quedado prendado de ella sí no hubiese tenido el mínimo defecto de ser la hija ilegítima de mi padre.
Nataniel, temblaba cuando me arrastró hacia la estancia para decirme:
- ¡Es ella, Rogelio, es ella!
Siempre pensé que lo mejor para Nataniel sería encontrar a la “tan buscada mujer” antes de que los años se llevaran lo mejor de él. En realidad siempre me preocupó que un día terminara realmente trastornado. Sin embargo, para mí pesar, la solución a la extraña personalidad de mi amigo no fue Mercedes, muy por el contrario la melancolía se le agudizó, dejo de comer y las noches de insomnio se convirtieron en su vicio. Todas las noches venía a casa, pero frente a ella no decía palabra alguna, si bien es cierto que su mirada hacía evidente el fervor que le profesaba nunca hizo nada por acercarse a ella, más que provocarle repentinos sonrojos debido a la pasión que se desbordaba por los ojos de él cuando la tenía cerca.
Una noche, llegó temprano a casa, me llevó al estudio y me dijo:
- Es hora de decírselo, es hora de que sepa que es a quién tanto esperaba.
Me quedé callado, esa misma tarde me había enterado de algo que sin duda trastornaría el futuro de muchas personas, incluido el de Nataniel.
- Siéntate y escucha con atención- dije- Mercedes ha venido al pueblo por una única razón, como mi padre ya no está con nosotros ha venido a pedir mi aprobación para… bueno, ella va a casarse y planea venir a vivir aquí con su esposo.
Mi amigo se quedó quieto un largo rato, sin expresión alguna en su rostro, sin, casi podría asegurarlo, siquiera respirar. Su única reacción fue salir calladamente del cuarto y caminar hasta la puerta. Horas más tarde lo encontré en la plaza vacía, lloraba y repetía una y otra vez que moriría sin ella o cada vez que la viera.
- Vete unos días del pueblo, aléjate de ella, verás como eso te ayudará a olvidar.
No contestó y me sentí seguro de que analizaba la posibilidad de poner en práctica mis palabras, por eso fue que la noche siguiente me sorprendió verlo llegar a casa a la hora habitual.
- Creí que me habías dicho que te hace daño verla- lo dije al verlo llegar- ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
- Acelerando mi muerte- contestó pasando a la sala. Pude notar que no había dormido en días. Las ojeras habían adquirido un tono morado que contrastaba con la palidez de su rostro.
Pasaron los tres meses de amonestaciones y no hubo noche en que Nataniel no visitara nuestra casa. En todos esos días la sorpresa no dejo de invadirme cada vez que lo veía cruzar la puerta y sentarse frente a ella sin decir nada. Aun ahora no puedo entender de dónde sacaba el valor para continuar torturándose noche tras noche. Ni siquiera faltó el día que el prometido de Mercedes asistió a pedir su mano. Yo sabía que sus madrugadas estaban llenas de llanto y que casi había dejado de probar alimento; pero él no era un ser humano común y corriente al que uno pudiese ayudar con facilidad. Intenté una y otra vez persuadirlo de continuar con las visitas, pero jamás obtuve resultados. Pasé largas horas discutiendo con él, intentando hacerle entender que la gente no se moría por un sentimiento tan común como el amor, pero hacía caso omiso de mis palabras.
Hace tres noches descubrí que debí prohibirle la entrada a nuestra casa a tiempo. Llegó un poco tarde. La familia estaba reunida en la sala. Al día siguiente Mercedes se casaba y discutíamos los últimos detalles. Nataniel estuvo más taciturno que de costumbre, pude notar como minúsculas gotas de sudor le empapaban la frente. No dijo nada, sin embargo pude notar cómo esta vez su mirada era aún más insistente. Mercedes debió notarlo también pues mantenía la vista baja, como intentando evitar un último e inapropiado sonrojo. Supongo que no lo consiguió, supongo que la veneración que ese hombre le había profesado durante todos estos meses pudo más y al fin levantó la vista. Clavó sus ojos en los de él y esa única mirada se prolongó más de lo conveniente.
Inesperadamente se levantó y sin decir nada salió de la casa. Fui tras de él, caminaba tambaleante y una cuadra después lo vi. desvanecerse. Sin saber que hacer me arrodillé junto a él sólo para escucharle decir:
- Te lo dije, cada vez que la veía la muerte me rondaba, y hoy en su mirada me di cuenta. Me voy a morir de amor.
No dijo más. He intentado entenderlo, pero no, yo no poseo el loco corazón de Nataniel y para mí el amor y la muerte nunca serán lo mismo…
Perla Guijarro
31 de diciembre de 2007